En el sendero de mi vida misma...
Iba caminando detrás de un chavo y de un elotero en triciclo, a media cuadra de distancia los dos. De repente el chavo de la nada empezó a correr, y se detuvo, corría otro poco y se detenía, no le vi otra razón más que el querer correr. Me dieron ganas de hacer lo mismo pero no me atreví y me corroyó la envidia.
Al voltear y ver de nuevo al elotero me di cuenta que, si hubiera tenido el antojo, a él sí le hubiera gritado para que se detuviera y me vendiera un vaso con granos de elote hervidos aderezados con limón, crema, picante y queso. Lo que me llama la atención es que hace unos cuantos años hubiera ocurrido lo contrario: 1. No pensaría en consumir alimentos de dudosa manufactura (ni mucho menos gritar por ellos), y 2. Si hubiera querido calcular el menor tiempo en que llego al final de la cuadra y comprobarlo cuantas veces pudiera hasta 'vencerme', simplemente lo haría y ya.
O sea, me confirmo que he cambiado un chingo y que la muchedumbre que me lo repetía incansablemente no está equivocada. Felicidades a todos los involucrados por su perspicacia.
¿Y ahora? Nada. Infinidad de ángulos para caer, sólo uno para recobrar la compostura [*]. Llego a casa, engullo un volován, dos tortitas de papa con atún, otro pan y me arrepiento de haber comprado pantalones talla 32.
¿Qué me ha hecho reflexionar? Cantar a dueto con mi sobrino Ismael en brazos: 'es-tre-lli-ta-don-de-es-tás' con la cara hacia otra noche de mayo sin luna ni estrellas.