jueves, 15 de febrero de 2007

Minerva I

Venía de recoger un papel para mi madre del consultorio de su cardiólogo, en dos días debía presentar dicho papel en un hospital para que ingresaran a mi madre y le ejecutaran un cateterismo con el fin de desbloquearle arterias y así pudiera seguir ayudando gente en este pinche mundo que no la merece (me incluyo, por supuesto).

Me gusta caminar, así que en cuanto recibí el encargo, y después de sentirme brevemente satisfecho de que había tenido éxito en la misión que mi hermana me encomendó (y que con ello también me ahorraba su regaño), decidí tomar rumbo hacia la costa a esperar un camión que me dejara mero enfrente de la biblioteca de la Universidad donde trabajo. Tres largas cuadras en una avenida agradable que al final no lo era tanto debido al ajetreo que traen las preparaciones para el carnaval en el puerto: instalación de gradas, reparaciones de calles, colocación de anuncios, instalación de puestos, pruebas innecesarias de sonido para atraer gente a los puestos de cerveza -armándose en ese momento-, como si la excesiva promoción a todo lo largo del boulevard no fuera suficiente para aquellos creídos que la cerveza hidrata y crea felicidad (me incluyo, por supuesto).

Pasé por todo eso y llegué a la parada del camión. Sólo un carril quedaba libre por culpa de las gradas y los carros estacionados, el tráfico era muy lento. Llegó un autobús a la parada, no era el mío, pero su puerta se colocó y abrió en perfecta línea con mi mirada. Me preguntaba por qué se había parado ahí en el momento que vi una figura rechoncha decidirse a bajar muy dubitativamente. Atento como siempre yo, al cerciorarme que era una señora me levanté y le acerqué mi brazo que, al ver la falta de correspondencia de su mano para con él, se lo ofrecí hasta serle imposible no apoyarse en él. Últimamente ha habido gentuza que se ha atrevido a negar mi apoyo ofrecido y no iba a permitir que volviera a ocurrir tal desconsideración hacia mi bondad inmerecida. Llegó al concreto de mi mano y me soltó.

-Gracias- Se acordó de decir la mujer para fortuna de este pinche mundo y la visión decadente que vengo teniendo de su gente. "Je, otra vida salvada" pensó el héroe en mí y le sonreí. Ella era una señora como de cuarenta años corta y gruesa, fuerte en apariencia y dura en sus gestos, ojos entrecerrados y labios apretados. Sus maneras y su confusión ante su derredor la delataron como foránea no-citadina. Ella comenzó a caminar y yo me senté a seguir esperando mi camión, pero todavía quedaban buenas acciones por realizar.

1 comentario:

... dijo...

Me encantó, Chinitos!, chingonamente escrito y divertidamente emotivo.

No dejas de ser mi héroe, chico.

Con amor,
Yo.